Nota de opinión por Jorge Villavicencio.
El 9 de noviembre de 1989, el Muro de Berlín, que dividió a Alemania durante casi tres décadas, finalmente cayó. Su construcción en 1961 había representado la manifestación física de la Guerra Fría, un símbolo de la división no solo entre dos Alemanias, sino entre dos mundos en conflicto: el comunismo y el capitalismo, el Este y el Oeste. Fue un muro que separó familias, amigos, y destruyó sueños, un recordatorio sombrío de que las ideologías pueden construir barreras que parecen insuperables.
Este muro, de 155 kilómetros de concreto y alambre de púas, fue testigo de miles de intentos de escape. La necesidad de libertad llevó a muchos a arriesgar sus vidas. Sin embargo, fue en esa noche de noviembre que la presión social y la esperanza demostraron ser más fuertes que cualquier estructura de cemento. Con una simple declaración, «Inmediatamente», hecha por un oficial alemán, los ciudadanos comenzaron a reunirse y derribarlo. Con sus manos y herramientas improvisadas, personas de ambos lados se unieron para demoler el muro. La emoción y la euforia se apoderaron de Berlín; era como si, al golpear el concreto, también destruyeran años de resentimiento, miedo y desesperanza.
Pero el Muro de Berlín no es solo una historia de separación y división, también es una lección de redención y reconciliación. La alegría de la reunificación resonó en el mundo, marcando el fin de una era de polarización extrema y abriendo la puerta a una Europa nueva, unificada y libre. La caída de este muro simbolizó el triunfo de la libertad y la paz sobre la segregación y el control.
Hoy, tristemente, aún seguimos levantando muros. En Israel, el muro de separación que atraviesa Cisjordania divide a israelíes y palestinos, cada uno con su historia, sus miedos y sus reclamos. Es un muro que busca seguridad, pero que también alimenta una profunda herida de conflicto y desconfianza. Luego está la frontera entre México y Estados Unidos, una muralla que busca frenar el paso de inmigrantes y que, al igual que en Berlín, separa familias y sueños. A lo largo de esta barrera, la esperanza y el deseo de una vida mejor han llevado a miles a intentos arriesgados de cruzar, de tocar la «tierra de la libertad». Y en República Dominicana, el muro que se construye para dividir la isla de La Española de Haití busca proteger una frontera natural y económica, pero también añade capas a una historia de desigualdad y marginación.
Cada uno de estos muros tiene sus razones, y cada sociedad lo justifica en base a su historia, su política y su percepción de seguridad. Pero, como el Muro de Berlín, cada uno de ellos también deja una marca en la humanidad, una herida que divide lo que podría ser un mundo más unido, más comprensivo.
Los muros que construimos en el mundo físico son, en cierto sentido, reflejo de los muros invisibles que levantamos en nuestra mente y nuestro corazón. Dividimos y categorizamos, etiquetamos a los demás como diferentes, peligrosos, o indignos de nuestra confianza. Estos muros nos separan de aquello que tememos o no comprendemos.
La caída del Muro de Berlín nos enseñó que ningún muro es eterno. Nos mostró que la voluntad humana y el deseo de libertad y unión pueden derrumbar las barreras más sólidas. Al recordar ese momento de historia, vale la pena preguntarnos: ¿Qué estamos haciendo para derribar los muros modernos, aquellos que nos separan del entendimiento mutuo y la paz?
La solución empieza en cada uno de nosotros, al cultivar empatía y respeto. Debemos cuestionar nuestros propios muros mentales y emocionales. Cada pequeño acto de comprensión, cada paso hacia el diálogo y la compasión, es un golpe contra el concreto de la indiferencia y el temor. Soñemos con un mundo donde no existan muros, donde las diferencias no nos alejen, sino que nos enriquezcan. Tal vez, en ese día, comprenderemos que la libertad y la paz son más fuertes que cualquier pared.
Y hoy, a tantos años de la caída del Muro de Berlín… ¿Cuál es el muro que tú deberías derribar?