Por Jorge Villavicencio.

Cada 28 de junio se conmemora en el mundo el Día Internacional del Orgullo LGBT+, una fecha que va mucho más allá de los desfiles coloridos o las banderas en redes sociales. Este día representa una lucha profunda por derechos, dignidad y visibilidad, que nació en la calle y en la resistencia, cuando estar fuera de la norma heterosexual podía significar la cárcel, el desprecio social o la muerte.

La fecha remite a la revuelta ocurrida en 1969 en el bar Stonewall Inn, en Nueva York, donde la comunidad homosexual y trans, hostigada sistemáticamente por la policía, decidió enfrentarse a los abusos. Aquel acto de rebelión se transformó en un punto de inflexión: por primera vez, los invisibilizados respondían al aparato represivo del Estado. De esa chispa nació un movimiento mundial que hoy sigue en pie, porque las conquistas alcanzadas aún conviven con discursos de odio, violencia y exclusión.

No se puede hablar del Orgullo sin recordar también a quienes históricamente fueron responsables de políticas homofóbicas o represiones institucionalizadas. Cuba, un emblema para muchos sectores de izquierda, tuvo un capítulo oscuro en los años ‘60 y ‘70, cuando el régimen encabezado por Fidel Castro creó las UMAP —Unidades Militares de Ayuda a la Producción— donde fueron internados homosexuales, religiosos, artistas e intelectuales considerados “no aptos” para el nuevo orden revolucionario. Las condiciones eran inhumanas, con trabajo forzado, violencia física y humillaciones sistemáticas. Castro reconoció años más tarde que aquello fue un error, pero el daño ya estaba hecho.

Ernesto “Che” Guevara, símbolo icónico de la revolución, no fue ajeno a ese clima. Si bien no fue autor material de esas políticas, sus escritos privados revelan una visión profundamente machista y despreciativa hacia los homosexuales, a quienes asociaba con la debilidad y el desvío moral. La noción del “hombre nuevo” que promovía excluía toda forma de disidencia sexual, reafirmando un ideal viril, combativo y heteronormativo que permeó buena parte de los movimientos revolucionarios del siglo XX.

Otros líderes de tiempos más recientes han sostenido posiciones similares. El presidente ruso Vladimir Putin promovió leyes que criminalizan cualquier expresión pública de la diversidad sexual, mientras que en Brasil, Jair Bolsonaro llegó a declarar que preferiría tener un hijo muerto antes que uno homosexual. Donald Trump, desde una posición más ambigua, suprimió protecciones federales para personas trans y nombró jueces hostiles a la agenda de igualdad. En el Reino Unido, Margaret Thatcher dejó su huella con la “Sección 28”, una norma que prohibía enseñar o hablar positivamente sobre homosexualidad en las escuelas. Incluso figuras culturales como Mel Gibson o el cantante Axl Rose fueron señaladas por comentarios o letras con contenido homofóbico, aunque algunos de ellos se retractaron con el tiempo.

En Argentina, el actual presidente Javier Milei ha mantenido una postura ambigua en relación con la diversidad sexual. Si bien no ha expresado declaraciones homofóbicas abiertas ni promovido leyes regresivas en materia de derechos LGBT+, ha desmantelado o desfinanciado áreas estatales orientadas a la inclusión, lo que desde ciertos sectores es interpretado como una señal de desinterés o rechazo simbólico hacia las identidades no normativas.

No se trata de ajustar cuentas con el pasado, sino de comprender cómo el prejuicio ha sido estructural, incluso desde las esferas más altas del poder político, religioso y cultural. En este punto, la ciencia ha sido contundente: la homosexualidad no es una enfermedad ni una elección. Fue desclasificada como trastorno mental por la Organización Mundial de la Salud en 1990 y por la Asociación Americana de Psiquiatría en 1973. Las orientaciones sexuales son múltiples, naturales y parte del espectro de la diversidad humana. No pueden ni deben ser corregidas. Las llamadas «terapias de conversión» han sido declaradas prácticas peligrosas y éticamente inadmisibles por la comunidad científica internacional.

Por eso el Orgullo no es una provocación, sino una afirmación vital: existir sin miedo, amar sin culpa, vivir sin esconderse. Es una respuesta política y cultural al silenciamiento, una forma de inscribir en la memoria colectiva las historias de quienes fueron negados. No se puede amar lo que no se nombra, y el Orgullo nombra, con fuerza y sin vergüenza, a todos aquellos que durante siglos fueron reducidos al margen.

Mientras existan leyes que prohíban, líderes que discriminen o sistemas que excluyan, el Orgullo seguirá siendo un acto de justicia. Y seguirá siendo necesario.

Por Jorge

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