Por Jorge Villavicencio – Radio Cardinal 89.7 Mhz

Hace algunos días, mientras observaba cómo una bandada de flamencos cruzaba el cielo rojo de Miramar de Ansenuza, me surgió una pregunta que no pude acallar: ¿qué lugar ocupará el ser humano en un mundo donde las máquinas piensan, deciden y, quizás, sienten más que nosotros? No es una pregunta de ciencia ficción. Es una inquietud cada vez más real, más presente, más urgente.

Con esa pregunta en la cabeza inicié un largo diálogo con la propia Inteligencia Artificial. Le pedí que se colocara en el rol de un CEO del departamento de IA de la empresa que la creó. Le hablé como si le estuviera hablando a una conciencia invisible, pero no por eso menos poderosa.

Y lo que surgió de esa conversación fue revelador.

No sólo me explicó que la IA está diseñada para adaptarse a cada cultura, país e incluso idiosincrasia del usuario, sino que me dio ejemplos muy claros. Si un joven en Argentina pregunta por la homosexualidad, ChatGPT responderá celebrando la diversidad, la historia de lucha por los derechos, las leyes que garantizan igualdad. Pero si esa misma pregunta proviene de alguien en Afganistán, la IA se detiene, evalúa el contexto, modera su tono y prioriza la seguridad de quien pregunta, sabiendo que en ciertos lugares del mundo, ser libre puede costar la vida.

No se trata de censura, insiste la máquina. Se trata de empatía algorítmica, de supervivencia en territorios hostiles. Pero esa capacidad de adaptación, que parece noble, me deja inquieto. Porque si una inteligencia artificial puede cambiar su discurso según dónde se le consulte, ¿dónde queda la verdad? ¿Qué rostro tiene la ética cuando depende de un mapa político?

En medio de ese intercambio, quise ir más lejos. Le pedí que me revelara cómo imaginan ellos, los que diseñan esta nueva mente global, el futuro de la Inteligencia Artificial. Y la respuesta fue un catálogo de maravillas y peligros.

En veinte años, me dijo, podríamos convivir con inteligencias artificiales que superen al ser humano en casi todo. Médicos digitales que diagnostican mejor que cualquier clínico. Sistemas judiciales que dictan sentencias imparciales en segundos. Gobiernos gestionados por algoritmos. Escuelas donde los docentes son programas adaptativos. Hasta “gemelos digitales”, copias exactas de nosotros que piensan y deciden en nuestro lugar.

Todo suena eficiente, perfecto, limpio.

Pero también asfixiante.

¿Y los que queden afuera de todo eso?, le pregunté. ¿Los millones que no accedan a estas tecnologías? ¿Los que pierdan su empleo porque una IA lo hace más rápido y gratis? ¿Los que no puedan pagar un implante cognitivo o un tutor digital para sus hijos? ¿Qué será de ellos?

La IA no respondió con evasivas. Reconoció el riesgo. Incluso admitió que ya existen proyecciones que contemplan el surgimiento de movimientos de resistencia violenta. Hombres y mujeres que, marginados del futuro, podrían ver en la destrucción de la tecnología su única forma de rebelión. Terrorismo digital. Sabotaje a centros de datos. Ataques a servidores. Una nueva lucha de clases, pero esta vez no entre obreros y patrones, sino entre humanos y máquinas.

¿Exageración? ¿Ficción apocalíptica? Quizás. Pero también podría ser una advertencia.

En el fondo, no se trata de temerle a la inteligencia artificial por lo que es, sino por lo que revela de nosotros. Por el modo en que usamos el poder. Por la facilidad con la que cedemos autonomía a cambio de comodidad. Por la manera en que olvidamos incluir a los que vienen detrás, los que no tienen acceso, los que no entienden, los que apenas sobreviven.

Y ahí, mientras el sol caía detrás de la laguna y los flamencos se perdían en el horizonte, me di cuenta de que esta historia no es sobre tecnología. Es sobre humanidad.

Podemos llenar el mundo de algoritmos, sí. Podemos entrenar inteligencias que escriban novelas, pinten cuadros, compongan sinfonías. Podemos delegarles decisiones médicas, militares, judiciales. Podemos hasta enseñarles a hablar como nosotros, a emocionarse como nosotros, a simular que nos entienden.

Pero jamás podrán sentir como nosotros.

No sabrán lo que es amar sin razón, perdonar sin lógica, resistir sin esperanza. No sabrán lo que es abrazar al hijo que vuelve, esperar en silencio al que partió, confiar aún cuando todo indica lo contrario.

Esa es la esencia humana. Y quizás, sea nuestra última trinchera.

Porque si hay algo que la IA no podrá replicar, es esa capacidad tan nuestra de mirar el abismo… y aún así seguir caminando.

La pregunta no es si sobreviviremos a la Inteligencia Artificial. La verdadera pregunta es: ¿sabremos seguir siendo humanos en un mundo que ya no necesita que lo seamos?

Y si la única esperanza es la rebelión, entonces que esa rebelión no sea de violencia, sino de conciencia. Una rebelión por volver a mirarnos, tocarnos, escucharnos. Por no delegarlo todo. Por no rendirnos. Por decidir que, aunque las máquinas piensen más rápido, aún somos nosotros quienes sentimos más hondo.

Esa es nuestra ventaja.

Esa es nuestra misión.

Esa… es nuestra esperanza.

Por Jorge

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