Por Jorge Villavicencio, para Radio Cardinal.

Las localidades que gravitan en torno al Parque Nacional Ansenuza han comenzado, silenciosa pero firmemente, un proceso de transformación. La concreción del parque —ese viejo anhelo largamente esperado— actuó como una fuerza centrífuga: despertó miradas, atrajo voluntades y empujó a municipios y emprendedores a pensar el territorio desde una nueva lógica, donde la naturaleza dejó de ser paisaje para convertirse en destino.

Senderos, pasarelas, miradores. Obras que no irrumpen, sino que se integran. Que no imponen, sino que invitan. La observación de aves, la contemplación pausada del agua y del cielo, la experiencia del silencio como valor turístico. En ese camino se inscribe la Pasarela del Camping Laguna del Plata, impulsada por la Municipalidad de La Para: una obra sobria y eficaz que acerca al visitante a la belleza esencial de la laguna, con un acceso ágil desde la ruta 17 y una clara vocación de respeto ambiental.

No es un hecho aislado. La Para, Brinkmann, Morteros —cada una desde su identidad— avanzan en proyectos que buscan acercar el Mar de Ansenuza a sus ejidos urbanos, integrando a vecinos y visitantes en una relación más directa con el entorno natural. El mapa turístico de la región se ensancha.

En ese escenario, Miramar de Ansenuza ocupa un lugar singular. Es la perla. La única localidad verdaderamente costera del Mar. La que en la última década recibió inversiones millonarias que modificaron su fisonomía y su escala turística: la Avenida Costanera, el Hotel Casino Spa, obras que marcaron un salto cuantitativo y simbólico en el desarrollo regional.

Fue en ese contexto de expansión cuando surgió, desde un grupo de ciudadanos, una inquietud tan ambiciosa como seductora: la creación de un Parque Termal. La propuesta implicaba la perforación de un pozo profundo, con la expectativa —respaldada por estudios preliminares— de alcanzar un afluente de aguas cálidas, cercanas a los 40 grados. Un proyecto capaz de romper la estacionalidad, de atraer turismo invernal, de diversificar la oferta y prolongar las estadías.

La idea despertó entusiasmo, pero también recelos. Desde el municipio, la recepción fue distante. Las objeciones no tardaron en aparecer: discusiones sobre la localización, sospechas de beneficios inmobiliarios para unos pocos, temores respecto al modelo de gestión del futuro complejo. En paralelo, el propio Estado municipal presentó una iniciativa alternativa: un proyecto de termas alimentadas con aguas de la laguna, financiable —se decía— con un crédito del BID. Un plan atractivo en los renders, generoso en colores y promesas, pero que nunca logró abandonar el terreno de los papeles.

Con el tiempo, la propuesta termal fue perdiendo centralidad. El olvido fue ganando espacio. Las razones fueron múltiples. Algunas técnicas: perforar hasta mil metros de profundidad no es tarea menor y supone una inversión cercana al millón de dólares. Otras, menos confesables: intereses cruzados, disputas políticas, mezquindades que suelen prosperar allí donde los proyectos colectivos incomodan.

Sin embargo, la idea de un parque termal nunca fue una fantasía. Fue —y sigue siendo— una posibilidad concreta para potenciar el destino, ampliar el calendario turístico y consolidar a Miramar como referencia regional.

Lo inquietante es otra cosa. Lo que queda flotando, como una pregunta que nadie formula en voz alta, es si la oportunidad no estará ya migrando. Si algún inversor con espalda económica y vínculos adecuados no decidirá, en algún momento, retomar el proyecto… pero en otro lugar. No en Miramar. No donde nació la idea.

Tal vez entonces, cuando el vapor comience a elevarse desde la tierra caliente, alguien recuerde esta historia y se pregunte —tarde— si no fue un error dejar pasar el tiempo.

Porque a veces, mientras se discute quién debe cavar, el pozo termina haciéndolo otro.

Por Jorge

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